Por Jazmín Lucero Munguía Godínez
Doctora en psicología clínica y de la salud
Miembro de RGMX Barcelona
El 17 de octubre se conmemora el día en contra del dolor crónico. Esta iniciativa comenzó hace 20 años promovida por instituciones como La Asociación internacional para el estudio del dolor (IASP por sus siglas en inglés) y la Organización Mundial de la Salud (OMS), con el objetivo de concientizar que “el alivio del dolor debe ser un derecho humano”.
Las prevalencias poblacionales de padecimiento del dolor crónico giran en torno al 20%, con moderadas diferencias por región o país, además de un aproximado de 15% de casos que registran incapacidad por este motivo.
El dolor en sí mismo no es algo negativo, la capacidad del ser humano de experimentar dolor tiene la función de avisarnos cuando se ha producido un daño en nuestro organismo, y nos permite alertarnos para tomar acciones ante el posible riesgo que eso suponga. Sin embargo, el dolor crónico cuenta una historia diferente.
El dolor crónico puede ser el resultado de otro padecimiento difícil de tratar, como el cáncer o algunas enfermedades autoinmunes, o pueda ser que se haya prolongado más allá de la curación de la herida que lo provocó, como dolores musculoesqueléticos que se mantienen posteriores a traumatismos en la zona, o pueda ser que se trate de dolores que aparecen y desaparecen sin una causa orgánica, como algunos casos de migraña. Sin importar el motivo, este tipo de dolor se experimenta por un largo periodo de tiempo, no suele responder a los tratamientos convencionales para el dolor, y pierde la función protectora del dolor, en vez de ser el aviso de que algo anda mal, el dolor crónico se vuelve el problema en sí mismo.
La experiencia del dolor crónico tiene una alta complejidad, no sólo para el que lo padece, sino también para los que lo rodean. Impacta todas las áreas de la vida, se vuelve una sombra, un constante compañero, una amenaza, que no se localiza sólo en un punto físico del cuerpo, toca todo lo que la persona es.
Cuando se vive con dolor crónico hay que acostumbrarse a los cambios, ya sean paulatinos o de golpe. El grado de independencia de una persona cambia, las actividades que se pueden realizar cambian, los planes cambian, el cotidiano cambia.Eso hace que la identidad se vea sacudida por este nuevo acompañante, lo que obliga a reinventarse parcial o totalmente.
Ese proceso requiere de paciencia, no solo de los que están alrededor sino de uno mismo, ya que ha de soltarse parte de sí mismo. En ese camino no sólo se dejan atrás actividades que resultaban placenteras o trabajos que ya no pueden hacerse, quizá lo que más duele es dejar atrás a personas que no alcanzan a desarrollar la empatía necesaria para compartir con el doliente, aquellos que “no creen” en el dolor del otro, como si la presencia del dolor dependiera de la creencia, si así fuera, viviríamos todos libres de dolor.
No siempre con intención, pero es fácil alejar a las personas que viven con dolor crónico al minimizar su vivencia, aportar opiniones o experiencias propias como verdades a aplicar a sus circunstancias, la verdad es que como seres humanos no solemos hacernos a la idea de lo que algo implica hasta que no lo vivimos en la propia piel. Es fácil emitir una opinión, incluso para los médicos es fácil “dictar” las recomendaciones, pero las circunstancias de cada persona son complejas, no es una cuestión de no querer ponerse bien, y como la mayoría de las veces, sólo con la opiniones o palabras se logra poco.
A veces lo que se agradece es un acompañamiento silencioso, a veces solo validar el dolor del otro es suficiente, y si, muchas veces algún empujón para salir de la zona de confort viene bien.
A pesar de todo, tener calidad de vida aun conviviendo con el dolor, es posible, requiere esfuerzo, paciencia, y mucha ayuda en ocasiones, pero es posible.
Un primer paso es quitarle al dolor el monopolio de nuestras vidas, recordar y abrazar esas partes de nosotros que el dolor no puede tocar y fortalecerlas, lo que somos más allá del dolor, la manera en que nos hemos enfrentado a la vida, las creencias, la voluntad, las emociones, las cosas simples que nos sacan una sonrisa durante el día, la capacidad que tenemos de tocar a otros sin usar el cuerpo, nuestra manera de pensar, de hablar, hay muchas cosas que aún podemos abrazar de la vida y ofrecernos a nosotros mismos y a los demás. El dolor no nos anula.
Abrirse a nuevas posibilidades es otra manera de plantarle cara al dolor. Quizá no podamos hacer lo que antes hacíamos, o no con la misma intensidad, pero puede ser una oportunidad de aprender cosas nuevas y conocer a personas que estén preparadas para aceptar y tratar a alguien con dolor crónico con empatía.
Realizar actividades que sean adecuadas de acuerdo al tipo de dolor y ajustarlas al nivel del mismo es una manera de fortalecernos a nivel físico y emocional. Los hábitos han de ajustarse igualmente, con paciencia, organizar la agenda, el trabajo, las tareas en casa, las actividades recreativas, todo en la justa medida que no lleve a una exacerbación del dolor, y priorizando, ¿qué de todo aquello con lo que llenamos nuestros días realmente vale la pena hacerlo? Todo aquello que favorezca el autoconocimiento en esta etapa de ajuste valdrá la pena, ya sea por uno mismo o con ayuda de un profesional.
Incluir movimientos de relajación, espacio para uno mismo, aprender actividades que nos permitan reconocer y regular nuestras emociones, todo ello nos permitirá mantener un nivel emocional en el que el dolor no tenga el monopolio.
Y no olvidemos tenernos paciencia, no siempre vamos a poder, no siempre nos vamos a sentir bien, no siempre vamos a poder tener el nivel de autocuidado que requerimos, o la ayuda que necesitamos, pero paso a paso, poco a poco, podemos llevar al dolor de vuelta a donde pertenece, a la sombra, está ahí, puede que sea un constante compañero, según que entorno lo notaremos más, pero no tiene por qué estar en primer plano de nuestra vida; ya lo aprendimos de Peter Pan, es inútil perseguir la propia sombra.