Si un ciego no ve, pregunto yo,
cómo puede transmitir el mal por la vista.
Mi general, ésa debe de ser la enfermedad más lógica del mundo,
el ojo que está ciego transmite la ceguera al ojo que ve,
así de simple.
Saramago
Llegué con un gran gusto por el psicoanálisis y respeto por los analistas. Me encontraba en mi mejor momento en todos sentidos. Se presentaba ante mí la oportunidad económica de iniciarme como paciente con un médico que me inspiraba confianza. Si digo que en ese entonces mi vida estaba bastante bien, la pregunta lógica es ¿para qué hacerlo? La respuesta no puede ser más simple: siempre se tienen temas pendientes; además, considero esta disciplina como una opción de mejoramiento personal, tal como para otra persona puede ser la religión, la filosofía, la ciencia y otros derivados cada vez más… ¿originales? Porque para todos hay, sin importar preferencias, estatus, madurez o inteligencia.
La decoración de su consultorio me agradaba. Tenía por lo menos tres cuadros. Uno estaba sobre el escritorio; me parece que era un póster enmarcado, pero no recuerdo qué representaba, pues llamaba mucho más mi atención mirar por la ventana que se encontraba justo al lado y atrás del asiento del conspicuo savant.
Tenía otro frente al diván, en la pared opuesta al póster; era una mancha negra grande sobre un fondo entre amarillo y beige; siempre pensé que estaba estratégicamente escogido y colocado para provocar las ¿libres? asociaciones del analizado (verbigracia), ¿y por qué no? No sé, pero a mí me pareció que, en su caso, era un intento de manipulación disfrazado de profesionalismo; sin embargo, no me daban la misma sensación ni el resto del lugar ni los otros cuadros.
El tercer cuadro era un óleo de estilo cubista que se encontraba sobre el muro que quedaba a mi izquierda, colindando en un extremo con el angosto muro de la puerta y, en el otro, con el armario que, a su vez, hacía esquina con el muro de la ventana y el póster. Frente al muro que parece abrigar y exhibir con orgullo dicho cuadro, se encontraba la pared en que se apoya el diván. Esa pintura se me quedó especialmente grabada porque me recuerda a The absinthe drinker de Picasso, de la época en que aún no era cubista, que utilicé hace años como ilustración para un “poema” mío.
También por eso la pintura era curiosa; es como si el autor del óleo del consultorio fuera un post-Picasso. Buena idea; traviesa, osada, obligada e irreverente. Pienso que, de conocer al autor, me caería bien; él pinta como yo escribo –bueno, no hay que exagerar, él sí pinta–; no dudaría que, en algún momento, con algún golpe de suerte o de accidental promoción… la toile valga lo que una serigrafía numerada y firmada del puño del artista español. Además, hacía no tanto que había tenido la oportunidad de contemplarla con mis propios ojos en el museo del Hermitage.
Ahora que lo pienso, para tratarse de uno de sus temas favoritos, fue extraño que cuando hablé sobre esa pintura él guardara un silencio sepulcral –ajeno a su personalidad, porque el doctor es un gran conversador; ameno y culto–. ¿Habrá sido ese inhabitual silencio lo que me distrajo de preguntarle por el título de la obra y el nombre del autor? Lástima; me hubiera encantado contactarlo y explorar la posibilidad de colaborar con él, ya que precisamente en esos días me encontraba buscando algún artista para que hiciera las ilustraciones de un libro en el que estaba trabajando. ¿Será que lo habrá pintado un hijo? ¿Una amistad? ¿Algún paciente?
Como era de esperarse, después de varias sesiones, Mr. Freud me propuso un par de veces que me fuera al diván; en ambas ocasiones le respondí que el diván me imponía demasiado, que temía caer en un bloqueo, y que prefería evitarlo.
Después de algunas semanas, lo propuso una tercera vez. Supongo que ese día tuvo las palabras, el tono y el lenguaje corporal correctos para mí, y así lo hice, junto con el enorme esfuerzo de no quedarme callada. Me recosté, sí, pero mantuve mi pie derecho tocando firmemente el piso, como si fuera una posición que me permitiera estar lista para escapar en cualquier momento. Al acabar la sesión me fui sin mayores comentarios.
A la sesión siguiente, como habíamos convenido, me fui directo al diván, pero justo antes de sentarme exclamó:
- ¡No, no! No se recueste.
- ¿Pero por qué? ¿No habíamos quedado la sesión pasada que …?
- Sí, pero ya cambié de opinión. Venga, siéntese donde siempre, frente a mí.
- Ok, me parece muy bien; si yo no quería. Pero ¿por qué cambió de opinión?
No respondió.
- Doctor, al parecer usted creía que me convenía ir al diván; por eso le dije la semana pasada que estaba dispuesta, pero que me era muy difícil. ¿Por qué no me propone que lo intente poco a poco? Por ejemplo, unos días por unos diez minutos para empezar, y el resto de la sesión sentada, hasta que yo logre aguantar recostada la sesión completa.
A lo que respondió con un sobresalto, casi como si lo estuviera agrediendo:
- ¡Ah, no! ¿y yo por qué? ¡eso le toca a usted!
Su aspaviento, aunado a lo que, a mi humilde entender, eran palabras completamente fuera de lugar, me asombró de tal forma que no pude más que quedarme callada.
Hubiera sido tan fácil responder “su propuesta me parece interesante; la escuché y, puesto que es usted misma quien la pone sobre la mesa, si cree que hacerlo de esa forma la puede ayudar a soportar el diván, lo podemos intentar; creo que es importante explorar su resistencia mientras lo enfrenta”; o bien “su propuesta me parece interesante; la escuché, pero, por como funciona el psicoanálisis, dudo que sea la mejor forma de ayudarla; creo que es importante explorar su resistencia mientras lo enfrenta”.
Seguro que hay diez mil formas diferentes y mejores de hacerlo, ¡yo qué sé! para eso se forman, pero obtener de su parte un “¡ah, no! ¿Y yo por qué? ¡Eso le toca a usted!” no me parece ni muy profesional ni de mucha ayuda.
El tiempo pasó; otro día me reclamó que yo no me fuera al tan mencionado diván, a lo que respondí:
- ¿Pero a mí qué me dice? Le recuerdo que yo lo iba a intentar y que fue usted quien me dijo que no, y que, cuando le pregunté por qué, simplemente dijo que había cambiado de opinión.
En otra ocasión reincidió en el mismo reclamo, a lo que, con un poco de cansancio, respondí:
- Esta conversación ya la tuvimos. Así que le vuelvo a repetir que fue usted quien me regresó al cara a cara.
Pareció recordar el incidente e incluso tuvo la sensatez de musitar:
- Sí, es cierto; no sé por qué.
Proseguí:
- Además, pienso que su diván me impone especialmente porque no es un diván sino una cama. ¿Esa cama era de alguno de sus hijos?
- No, la compré nueva en una tienda; pero no es una cama, es un diván.
- No, eso es una cama.
- No, eso es un diván.
- Si de todas formas iba a comprar, ¿por qué no compró un diván en vez de una cama?
Sutilmente respondido, respondió:
- No sé, así lo tenía mi analista.
- ¿Ella también tenía una cama por diván?
- ¡Pero usted ha hecho una fijación con mi diván! –expresó como acorralado.
- ¡Pero mírela! ¡Si hasta tiene colcha y almohadas y además, para colmo, la colcha es roja! A ver, ¿por qué no otro color? Además, que usted le dé la función de diván no quita el hecho de que sea una
Con una respiración profunda agregó, como en asociación libre:
- Ceci n’est pas une pipe.
- ¿De qué habla?
- Es una pintura de
- ¡Ah! No la conozco, la voy a buscar.“Cuántos años habrá pasado en el diván, que con tanta frecuencia olvida que aquí él es el analista” –pensé por primera vez, la primera de muchas…
Esa y otras conversaciones me recordaban constantemente un cartoon que vi en el periódico cuando vivía en Chicago: Lunch with Picasso and Escher, de Bizarro; se le encuentra fácilmente en internet ¡Es genial!
Tonto no es; pronto se dio cuenta de que el frente a frente entre él y yo no funcionaría por cuestiones contra-transferenciales, y por eso intentó que me fuera al diván; pero no contó con que le resultaría peor. Pienso que detrás de sus “ya no se vaya al diván”, “cambié de opinión”, “no sé por qué”, hubo un inconsciente luchando desesperadamente para protegerlo de alguna angustia ¿primordial? Quizás mi resistencia al diván era tan transferencial y primordial como la suya, tuvo razón: frente a frente no funcionamos, creo que cada uno fue el síntoma del otro. Esta fue una oportunidad más desperdiciada, de entre las muchas que hubo, de hacer un trabajo serio y profundo.
Después de un tiempo bastante considerable, un día le dio por ponerse propositivo y, de la nada, en ¿asociación libre? –Como solía hacer–, dijo, inclinando la cabeza hacia el diván y en un volumen ligeramente más bajo de lo normal:
- Y bueno, si usted quiere ya sabe… aunque a usted no le conviene…
- Ya sabe que no, pero me parece muy bien que tenga tan claro que a mí no me conviene; además, usted tiene esposa. –Alzó los hombros con una mezcla entre desaliento e indiferencia.
La propuesta ni me ofendió ni me escandalizó. Puedo estar equivocada, pero siento que, de haber yo aceptado, de último momento él se hubiera retractado, haciendo lo correcto. Más bien creo que pensó en voz alta, por eso no se lo tomé a mal. Intenté todos los clichés posibles para que me viera como paciente, porque en realidad ignoraba mi presencia. Tal parece que lo único que lograron mis torpes esfuerzos fue que me viera como objeto sexual; me sentí muy triste y la esposa que soy no pudo evitar –por un momento– ponerse en los zapatos de su mujer, y otra vez el velo obscuro de la tristeza encontró dulce reposo sobre la serena inclinación de mi cabeza; probablemente los más grandes pecados de su mujer sean la falta de juventud y la rutina.
Si la diada paciente-analista es un eco, fractal o reverberación de nuestras vidas, entonces intuyo que su mujer es fuerte e independiente, alguien que siempre lo ha apoyado, que ha llevado el peso del hogar prácticamente sola y que, al parecer, lo ha hecho bastante bien. Seguro que quiere mucho a su marido. Él la ha de valorar, pero no lo suficiente; él tendrá muchas manías, será distante, alguien que muy difícilmente reconoce sus faltas, pero también es noble.
Si el doctor es como esposo la tercera parte de lo complicado, contradictorio e indolente que es como analista, debe ser todo un arte la convivencia con él, pero él creerá que el mayor esfuerzo viene de su parte, y hasta se sentirá víctima.
Como padre, intuyo que ha de ser cariñoso y celoso, excesivamente permisivo, con discretas crisis de cólera de vez en cuando, pero sobre todo alguien que ni pone límites ni educa; fijo: el papel de mala lo lleva su mujer. Como hijo: obediente, curioso, berrinchudo, sonriente, impulsivo, tierno y travieso; lo pienso jugando con un balón y yendo a todos lados en una bicicleta. Es un alma joven; lejos está de darse cuenta cuán ciego y confundido se encuentra con respecto a muchas cosas. Por supuesto, también tiene cualidades; por ejemplo, por lo menos fue honesto al decirme “pero a usted no le conviene”. A pesar de todo –lo no escrito, que le daría más sustento a esta experiencia– me parece alguien decente. De hecho, esta anécdota fue la menor de las razones que tuve para interrumpir las sesiones definitivamente.
Sírvame pues esta prueba de cordura para sugerir a cualquiera que vaya chez le psy ser un poco observador y crítico y que escuche muy atentamente a su sentido común, pues bien puede suceder que el médico esté aún más chiflado de lo que uno realmente está. Por algo dicen que hay veces en que la realidad supera a la ficción; a estas alturas del partido creo que voy prefiriendo a Asimov que a los discípulos de Freud e Hipócrates.
Conclusión: El día que encuentre un psicoterapeuta cuyo código deontológico se limite a estos tres puntos, prometo que retomo:
- Un psi no hará daño a un paciente, ni permitirá con su inacción que sufra daño.
- Un psi debe cumplir las órdenes dadas por sus supervisores y manual de procedimientos, a excepción de aquellas que entrasen en conflicto con la primera ley.
- Un psi debe proteger su propia existencia en la medida en que esta protección no entre en conflicto con la primera o con la segunda ley.
Por: Ruy O’Neill-Yaubal