La bicicleta en el campo mexicano —y acaso en cualquier medio rural— vino a sustituir como medio de transporte al burro y al caballo. El caballo desde siempre ha sido un animal de lujo y hasta el Siglo XIX un elemento para la guerra, propio de los señores y de los ejércitos; el burro, en cambio, era una extensión de los labradores porque les era indispensable para subsistir. El caballo de Don Quijote, por pertenecer a un caballero, tenía un nombre, pero el rucio de Sancho era simplemente su rucio y al parecer Cervantes nunca se planteó buscarle un nombre.
El burro era, entre el campesinado, una presencia palpable en los días laborales como animal de carga y medio de transporte. El caballo ha sido más propio del séptimo día y de los tiempos de recreo. En nuestros días, tener un caballo es tener otra boca más que alimentar, un cuerpo que pide un techo y que al caer enfermo sea atendido. Tal vez por eso las fraguas —lugar en que se formaban los herreros— se han convertido en talleres donde se sueldan ventanas y barandales. Pero lo que hoy asombra no es que ya no se vean caballos en los campos, sino que tampoco se vean burros. Porque el burro, además de haber sido un medio de carga y de transporte indispensable, había servido también como interlocutor para el campesino.
En la Huasteca Potosina, por ejemplo, vemos a grupos de campesinos conversando de mañanita y a su alrededor las bicicletas recostadas. Pareciera que, antes de irse a la labor, los campesinos, y también las bicicletas, se calentaran al sol. Y al mirarlos más de cerca, nos da la impresión de que el campesino y su bicicleta envejecen a la par. No sólo es dueño de ella: la bicicleta es con él y él es con la bicicleta: con los años los pedales se han moldeado a los pies y las manos a los manubrios. Pero la bicicleta sigue siendo un objeto.
Con el burro, se daba el monólogo, que el campesino llegaba a sentir como diálogo porque siempre existía la posibilidad de que el burro, al parar las orejas, realmente lo escuchara. Con la bicicleta nunca se ha presentado esa posibilidad. Pero esa mudez que surgió el día en que el campesino se fue pedaleando de su hogar a la labor, de alguna forma la vino a romper otra invención de la modernidad: la radio. Una diferencia: con el burro el campesino hablaba; con la radio, integrado al cuadro de la bicicleta, el campesino escucha.
El campesino sabe que con el burro se fue algo de su ser: ya no dialoga tanto consigo mismo. Abandonó esos ratos dados a la imaginación para tocar, acaso sin proponérselo, las puertas del mundo de la alienación. Con el burro era expositor; sobre su lomo se debatía y seguramente cantaba. Con la radio es receptor; sobre la bicicleta, al tiempo que pedalea, escucha al locutor y canta, mas no precisamente lo que él quiere.
En los tiempos modernos es ineludible tocar las puertas de ese mundo en el que, según Erich Fromm, “la persona se experimenta a sí misma como un extraño”. La economía no le ha dejado al campesino otra alternativa. El mantenimiento de la bicicleta le resultó mucho más barato que la manutención del burro. Pero sustituir al animal por el objeto no remedió sus necesidades inmediatas. Tuvo que buscar otras alternativas, de las que ha sobresalido el emigrar.
Obviamente, dejar el burro por la bicicleta no fue un cambio tan drástico como el de abandonar su parcela o su pueblo: el extrañamiento fue mucho mayor, y los tiempos lo están obligando cada vez más a no sólo tocar las puertas del mundo de la alienación, sino a tener que abrirlas y con premura entrar. La industrialización de la ciudad y el abandono del campo, ha vuelto al campesino mexicano —y sus equivalentes en Latinoamérica— un ente social en vías de extinción.
Todavía el campesino de los setenta y de los primeros años de los ochenta, continuaba vislumbrando como primera opción las ciudades de su propio país. Porque emigrar del campo a la ciudad implicaba que el ingreso salarial estaría por encima de lo que le dejaba la cosecha o de lo que se le pagaba como peón. Por eso, el Milusos, personaje del guionista Ricardo Garibay, emigra de su pueblo a la Ciudad de México.
Pero desde el segundo año de los ochenta el salario de los trabajadores inició una caída que hasta la fecha no ha tocado fondo. En nuestros días es imposible que un campesino piense en emigrar al Distrito Federal (D.F.) o a cualquier otra ciudad de México. Tanto los que residen en Ciudad Nezahualcóyotl como los que viven en El Bajío o en la Huasteca Potosina, hoy ven su progreso solamente en el Otro Lado. Recordemos que al Milusos, en su segunda travesía, no le queda otra que emigrar del D.F. a los Estados Unidos.
En las llamadas sociedades modernas, el labrador cambió el asno por la bicicleta y luego la parcela por la fábrica de una manera gradual: así se fue sintiendo poco a poco más extraño ante sí mismo. En cambio, el campesino que salió de la Huasteca Potosina a metrópolis como Los Ángeles o Chicago, siente dicha extrañeza de una manera abrupta y violenta. Y cabe aquí señalar que cuando decimos “campesino” no nos referimos sólo a aquella persona que ha poseído una parcela, sino al carácter social que se desarrolla en una comunidad predominantemente campesina. Un peón, una ama de casa, un jornalero también responden a dicho carácter.
Aparentemente el campesino que emigra de esas zonas hacia las grandes urbes de los Estados Unidos mutila su ser en beneficio del tener. Deja su familia, su patria y de algún modo sus costumbres en busca de una mejor vida. Y es cierto: sueña con un buen carro o con una casa, pero la razón de su cruce no deja de ser el pan. No olvidemos que hay un tener que responder a la existencia y otro tener que responder al estatus y al consumo.
El inmigrante de cualquier clase social está obviamente ligado al Sueño Americano, es decir, al tener del consumo. Pero para el inmigrante de origen campesino —aunque ligado también a aquel Sueño—, satisfacer las necesidades de comida, vestido y techo ―sobre todo durante los primeros años― son su realidad: su tener, en última instancia, es existencial.
“En la vieja actitud existía un cierto sentido de posesión amorosa entre un hombre y su propiedad. Crecía junto con él. Lo enorgullecía. Él la cuidaba.”
Erich Fromm
En una ciudad como Chicago, el campesino de El Bajío o de la Huasteca Potosina encuentra trabajos que los ya establecidos o los nacidos aquí consideran mal remunerados. Como ya lo hemos señalado, los lugares a los que mayormente recurrían esos recién llegados eran las Day Labor; y en efecto en esas agencias los salarios eran mal remunerados: rara vez iban más allá del mínimo. Sin embargo, en el bolsillo del inmigrante, esos doscientos dólares semanales representaban su comida, su renta e incluso los dólares que empezaría a juntar.
Tenemos claro que la recesión económica, iniciada en el otoño de 2007, ha ido eliminando este tipo de agencias, pero el inmigrante de las últimas tres décadas está marcado por las dinámicas que se daban —y que aún se dan en un grupo mucho más reducido— en las Day Labors. De ahí que consideremos pertinente detenernos en su análisis.
En las Day Labors siempre se va en grupo de la oficina a las fábricas. Para muchos inmigrantes, la camioneta van no es sólo un medio de transporte sino también un espacio de socialización: no es el cuarto de máquinas ni la línea de ensamblaje. En la van se da la conversación como preludio y epílogo a la jornada de trabajo. Pero con todo y eso, no deja de perderse aquel monólogo que el inmigrante de origen campesino sostenía en otros tiempos y, por supuesto, en otro espacio, sobre el asno. En la van el inmigrante del campo deja de ser comunidad: tanto él como los que lo acompañan se sienten solos y extraños. Con el asno estaban solos, pero se sentían acompañados; en la van están acompañados, pero se sienten solos y además extraños.
Entre esos inmigrantes que ingresan a las fábricas, la van también se convierte en un objeto a conseguir; cabe aclarar que eso no sucede tanto con los que trabajan en el área de los servicios, quienes generalmente usan el tren o el autobús. La van, además de ser un medio de transporte para la familia, representa para el obrero inmigrante la posibilidad de ganar hasta cien dólares extras a la semana, porque este obrero recoge a domicilio a otros cinco o seis trabajadores. Tener una van también implica un cambio de estatus: el dueño del vehículo de algún modo se distancia del recién llegado y se acerca más al que ya ha adquirido el carácter de inmigrante. Aunque la camioneta van es más una necesidad que un lujo, también representa un paso en el mundo del consumo: si la primera que compra tiene diez años de antigüedad, las próximas tendrán que ser de menos antigüedad hasta llegar un día al último modelo.
Volvamos al origen rural del inmigrante. Para un campesino, emigrar es actuar en contra de su carácter. Es un árbol desterrado. Y como árbol, busca de nuevo echar raíces, lo que implica depositar en la nueva tierra la esencia de su ser. Busca arraigarse en el trabajo, pero aunque trabaje diez o quince años en el mismo lugar no lo logra. Ni la fábrica ni el restaurante llegan a ser su territorio.
El arraigo, en cambio, sí se concretiza en los barrios. Históricamente el inmigrante mexicano que llega a Chicago tiende a establecerse en barrios como Pilsen, La Villita o suburbios como Cicero o Berwin, o bien en áreas donde la presencia de mexicanos es considerable. Pero de todos los barrios de Chicago, desde los años sesenta Pilsen es sin duda el lugar donde la esencia del campesino mexicano mejor ha aflorado. El que se quedó ahí ha optado por inventarse un México que en ciertos momentos es más México que el otro que lo inspira. Y para sentirse en ese México, lo primordial es hablar español. El español ha sido su semilla: de ahí han retoñado las tiendas, las tortillerías, los restaurantes, las cantinas, las discotiendas, las carnicerías.
Debido a que el barrio se ha convertido en una extensión del ser mexicano, las tradiciones propias del mundo estadounidense se mexicanizan. Por ejemplo, la mayoría de las familias mexicanas celebra el Thanksgiving, o el Día de Acción de Gracias, pero el tradicional pavo no se prepara al horno sino por lo general en mole; el Halloween más que una fiesta en la que los niños piden trick or treat, parece una procesión pagana corrida por las madres. Aquí es importante señalar que en los últimos años los recién llegados no han formado barrios.
Como ya dijimos más arriba, los barrios de Chicago fueron creaciones de los inmigrantes de origen campesino, pero la configuración de los nuevos inmigrantes ya no es solamente campesina. A los inmigrantes del campo se les han ido juntando más y más los inmigrantes de las ciudades mexicanas provenientes de la clase trabajadora y de la clase media.
Repitamos: el mexicano del campo ha impregnado el barrio de su esencia; no lo ha hecho en el lugar de trabajo. Son pocos los trabajadores inmigrantes que se rebelan contra la alienación. Casi todos aprenden el inglés necesario para comunicarse con el supervisor, y casi todos también aprenden a operar las máquinas de la factoría o a maniobrar el equipo de una cocina. Pero es raro que entre estos trabajadores y las herramientas de trabajo la distancia se acorte, lo cual sí sucedía con los aperos del campo.
Son muy raros también aquellos inmigrantes que logran reducir la distancia que hay entre ellos y la máquina, es decir, que aunque la máquina no sea suya la traten como si lo fuera. Lo paradójico es que, por lo general, lo mismo sucede con sus propiedades: la relación que guarda con su medio de transporte (sea van, automóvil o pick up) está lejos de la que guardaba con la bicicleta, no digamos de la que guardaba con el burro. Si el inmigrante de Los Ángeles, Atlanta o Chicago recobrase la actitud que tenía ante sus aperos y su parcela, el nivel de extrañamiento ante sí mismo disminuiría.
Esta actitud contra la alienación no sólo debería recobrarla el campesino inmigrante sino, por supuesto, el hombre moderno. No es casual que en un párrafo del Sociopsicoánalisis del campesino mexicano, a Erich Fromm y a Michael Maccoby les preocupe “el elevado precio en términos humanos que se paga por la industrialización”, y más adelante, en el mismo párrafo, se preguntan “si es posible crear una nueva agricultura industrializada que pueda combinarse con el espíritu humanístico (que encontró un modo de expresarse en la cultura tradicional)”.
Pero la sociedad industrial, ahora absorbida por el llamado “neoliberalismo globalizado”, se aleja cada vez más de aquella resolución de Fromm y Maccoby: combinar el espíritu humanístico con el proceso de industrialización; es decir, alcanzar un balance entre el tener y el ser: relacionarse con la máquina y la van como anteriormente se relacionaban con la yunta y el burro. Pero en lugar de que el hombre nacido en la sociedad industrial vea esos aspectos humanísticos de la cultura campesina, los desdeña y busca convencerse de que el futuro del mundo se halla en una economía “neoliberal y globalizada” que ha dejado de lado el humanismo.
Raúl Dorantes es un artista mexicano, originario de Querétaro. Reside en Chicago desde hace treinta años. Ha publicado la novela De zorros y erizos.
Febronio Zatarain es poeta originario de Sinaloa. Vive en Chicago desde 1989. En 2017 publicó un poemario: El ojo de Bacon.
Por Raúl Dorantes y Febronio Zatarain
FB-Raul Dorantes
@febronioz